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La nueva ley contra la violencia política se estrena con hipocresía e incoherencia

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El jueves 3 de abril, la senadora Nadia Blel, presidenta del Partido Conservador, vivió una de las expresiones más crudas y peligrosas de la violencia política contra las mujeres en Colombia: cerca de 40 personas, instigadas por representantes políticos del Gobierno, se apostaron frente a su casa -el lugar donde vive con su hijo pequeño- con megáfonos, gritos e insultos, como forma de castigo social por haber firmado el archivo de la reforma laboral, desconociendo los argumentos técnicos y constitucionales que sustentaron esa decisión.
En una democracia seria, la libertad de pensamiento y decisión no debería invadir la intimidad, ni la maternidad, ni la vida privada de quienes ejercen un cargo público, menos aun cuando se trata de una mujer que ha dedicado su carrera a causas como la salud, el medio ambiente, la protección de los niños y los derechos de las mujeres. Nadia Blel no solo es autora de siete leyes de la República —entre ellas la que creó el Registro de Abusadores Sexuales, la ley que prohíbe el asbesto y, paradójicamente, la recién sancionada ley 2453 del 2 de abril de 2025, que busca erradicar la violencia política contra la mujer—, sino que ha forjado su camino como lo han hecho todas: superando barreras y abriéndose paso con trabajo y dedicación.
Resulta entonces no solo incoherente, sino dolorosamente simbólico, que haya sido víctima del mismo tipo de violencia que su ley busca prevenir. Más grave aún es que este ataque venga acompañado de una respuesta tibia, relativista e incluso justificada por parte del presidente Gustavo Petro, quien, en lugar de condenar el acto, terminó legitimándolo bajo el pretexto del “diálogo con el pueblo”.
¿Acaso el presidente no leyó la ley que firmó justo el día anterior? Que reza textualmente en su artículo 2º:
“Se entiende por violencia contra las mujeres, toda acción, conducta u omisión realizada de forma directa o a través de terceros en el ámbito público o privado que cause daño o sufrimiento a una o varias mujeres o a sus familias, sin distinción de su afinidad política o ideológica…”
Esta doble moral con la que se manejan los discursos desde el poder convierte la lucha feminista en una herramienta utilitaria. Porque al parecer, para algunos sectores del Pacto Histórico, la defensa de las mujeres en política solo aplica si esas mujeres son parte de su proyecto. Cuando no lo son, el silencio, la burla y la violencia se justifican. Cuando no lo son, el hogar ya no es sagrado, la maternidad no merece respeto, y la protesta se convierte en licencia para la agresión. Más desconcertante aún es que esa violencia haya sido alentada también por mujeres que forman parte del mismo sector político que sancionó la ley, como si el compromiso con la causa solo existiera cuando hay afinidad ideológica.
Pero esta no es solo una causa de mujeres. También es una causa de hombres. Es una causa de padres, de hijos, de esposos, de compañeros. Porque cuando una mujer es acosada por ejercer su cargo, todos los hombres que la rodean también son impactados. La violencia política contra las mujeres no es solo un ataque contra su cuerpo o su carrera, es un ataque contra la idea misma de equidad, de democracia y de justicia.
Hoy, las mujeres en Colombia no alcanzan ni siquiera el 30% de representación política. En el Congreso, solo 83 de los 295 escaños están ocupados por mujeres. Y no es casual. Es consecuencia directa de un sistema que les exige pagar un precio más alto que a cualquier hombre: insultos, ataques, desinformación, amenazas… y sí, protestas en la puerta de su casa mientras cuidan a sus hijos.
Hechos como el vivido por la senadora Blel deben indignarnos a todos, más allá del color político, de la ideología, de las reformas. Porque si permitimos que la política se convierta en una trinchera de odio, donde la maternidad se usa como arma, donde el hogar se profana como escenario de protesta, habremos fallado como país.
Este no es un artículo para defender a una persona. Es un llamado a defender la integridad de la política misma. A recordarnos que sin respeto no hay debate, que sin garantías no hay democracia, y que sin empatía, no hay humanidad.
Hoy fue Nadia. Mañana puede ser cualquiera.
Que esto nos sirva para algo: para entender que la violencia política contra las mujeres no se enfrenta solo con leyes, se enfrenta con una transformación cultural profunda, donde hombres y mujeres se unan para defender lo que nos hace verdaderamente democráticos: el respeto al otro, incluso —y sobre todo— cuando piensa distinto.

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